No es verdad que los argentinos no sepamos disfrutar. Tenemos nuestros modos, es cierto. Reímos llorando y lloramos riéndonos. Esa curiosa práctica está plenamente justificada. Somos esencialmente catárticos. Es que nos pasan tantas cosas en tan poco tiempo que se nos terminan fusionando las reacciones. Si no fuera así, cualquier diría que somos el remedo del borracho que cuenta chistes en los velatorios.
Un youtuber extranjero que decidió radicarse aquí y que trata de explicar al mundo cómo nos comportamos opinó: “Los argentinos son contradictorios. Son capaces de gritar ‘qué bien que la estoy pasando la puta madre’”.
Un amigo bien porteño tiene una definición todavía mejor. Debajo del nombre, en su perfil de Instagram, se autoproclama “feliz asintomático”. Una síntesis insuperable.
Es cierto que muchas veces padecemos por demás. Tal vez por ombliguismo, sin darnos cuenta de que hay gente, sociedades enteras que la llevan peor. Sin ir más lejos, los norteamericanos. No sé si se enteró, querido lector, pero esta semana que pasó declararon culpable al influyente senador demócrata de origen cubano Bob Menéndez, uno de los políticos con más poder en Washington. Lo condenaron por corrupción, fraude y por trabajar como agente para el gobierno de Egipto. Falta que el juez del caso dé a conocer la sentencia que le impondrá, pero podría rondar los 222 años de prisión para él y 100 y 85 años respectivamente para otros dos acusados.
Los norteamericanos no saben si reír o llorar. Reír porque allí las leyes se aplican o llorar porque, con tantos años de cárcel, nadie llega a cumplir semejantes penas. A nosotros nos pasa lo mismo, pero al revés (sírvanse los forasteros para seguir intentando descrifrarnos): nos provoca risa y llanto al mismo tiempo que acá las penas seas laxas y que la Justicia sea tan lenta, al punto de que, cuando falla, ya prescribió el delito o el acusado se fue de gira (en el sentido metafórico de la palabra). Encima, el pobre Bob ni siquiera supo hacer negocios para él. En su casa solo tenía 480.000 dólares encanutados entre ropa, zapatos y una caja fuerte, y 13 lingotes de oro valuados en 150.000 dólares, además de un auto Mercedes Benz. Una minucia, un vuelto de almacén comparado con los nueve palos, las joyas y las armas que Lopecito depositó en el convento. Eso sí, parece que Bob se patinó millones de millones de los norteamericanos hacia el exterior. Bueno, es que ellos son muchos más que nosotros. Se pueden dar el gusto de hacer desaparecer varios PBI.
Otro temita que afronta Bob es que se presenta como candidato a la reelección en noviembre y sus compañeros de bancada ya le pidieron la renuncia. Qué tipos terminantes que son allá en el norte. No tienen el más mínimo humor. Acá, condenado y todo, le hubiéramos dado una segunda oportunidad.