“Entiendo el estoicismo como una puerta hacia la interioridad. Por eso hoy, cuando muchas veces la interioridad se menosprecia, esta corriente de pensamiento aparece como una posibilidad de volver al diálogo con uno mismo”, dice Miguel Wiñazki, escritor y periodista, que acaba de publicar Estoicismo de altura. Filosofía para comprender el pasado, abrazar el presente, desafiar el futuro y sentir el alma (Ariel).
Hombre de la gráfica y la radio, asiduo invitado a la televisión para pensar la política, aquí Wiñazki pone a prudente distancia el ruido de la actualidad para replegarse sobre sí mismo y, a partir de sus vivencias e impresiones, sondear temas universales que nos alcanzan a todos: la libertad, el destino, el dolor, la muerte, el amor, la esperanza.
«‘Si te atás al deseo insaciable vas a frustrarte, porque no culmina’»
Este no es, entonces, un manual de filosofía estoica. Sucede que del estoicismo Wiñazki tomó no solo los principios, sino sobre todo un método: entregarse al fluir de la conciencia, lo que resultó necesario y liberador.
“Lo que encontré en los estoicos, sobre todo en las Meditaciones de Marco Aurelio y otros textos de ese estilo, es una configuración narrativa propia de la divagación, en el buen sentido –cuenta Wiñazki–. Dejar que fluya el pensamiento en un cuaderno de bitácora de la vida. Es un buen método para refugiarse en la interioridad, en estos tiempos un poco dispersos en los que el bombardeo de influencers, de fanáticos o de la propaganda te deja encerrado en la exterioridad”.
En todo caso, es un libro de filosofía confesional, un pensar al correr de la pluma, como si el gesto de la escritura iniciara un viaje por mar abierto en busca de una respuesta que se sabe no llegará o será siempre provisoria. Lo que vale es el viaje y no la llegada, la escritura y no el punto final. Aquí no hay recetas.
“La filosofía despliega preguntas –dice Wiñazki, columnista de Clarín, miembro de la Academia Nacional de Periodismo y autor de numerosos libros–. Subís una escalera, llegás al último escalón y después no hay nada, salvo una nueva pregunta. Ese tránsito necesario diluye los fanatismos, las consignas y las simplificaciones”.
–Parece que el método de los estoicos te permitió ir y volver de la experiencia de vida a la reflexión. En el libro hablás de tocar el cielo pero sin perder el contacto con la tierra, de volar mientras caminamos. Vivir y pensar, en un ida y vuelta.
–Es la imagen del árbol. Las raíces son algo muy poderoso, que avanza bajo tierra, pero si vivís solamente enraizado, vivís sumergido; por otro lado, si vivís solo en la copa de los árboles, te perdés en abstracciones. Es un delicado equilibrio entre lo terrestre y lo celeste, entre lo real y lo poético.
–Hay principios estoicos que vos mencionás que son de aplicación bien concreta. Por ejemplo, que es preciso discernir entre lo que está bajo nuestro control y lo que escapa a él.
–Los estoicos hablan de un amor al destino. Bueno, ocurrió, ¿qué puedo hacer? Esta era la actitud que tenían ante hechos que no dependen de uno o no podemos manejar, como los avatares de los cuerpos, las enfermedades o la misma muerte. Hay en esa actitud un intento, no diría de reconciliación, pero sí de aceptación de lo inevitable, y fundamentalmente de aceptación de la muerte.
«‘¿De qué estamos huyendo? Es una pregunta clave. De algo huimos todos’»
–También decís que aferrarnos al capricho de nuestro deseo provoca frustraciones a granel. Eso está ligado a lo anterior y es una fuente de angustia, ¿no?
–Sí, el deseo muchas veces es imperativo, además de insaciable. Si te encadenás a él vas a frustrarte, porque no culmina. Hay una articulación, una armonía necesaria entre razón y deseo. Porque el deseo puro es como la vivencia del avaro, que acumula y quiere más y más. En un sentido humanista, más que teológico, la avaricia es un pecado capital. ¿Más y más de qué? ¿De éxito, de fama, de dinero? Al final te vas a frustrar.
–Hoy lo queremos todo ya. A veces creemos que todo está al alcance de un clic.
–Así es. Incluso tenemos la ilusión de que el conocimiento está al alcance de la mano. Apretás la pantalla y ya resolviste tal o cual problema. Pero eso no es el conocimiento, y menos la sabiduría. Lo virtual es virtual, lo digital es digital, y después está lo que ocurre, lo que nos ocurre. Y también la interioridad, que es muy difícil de explicitar en un algoritmo.
–Respecto del dolor y de aquellas fatalidades que no podemos manejar, como la muerte de un ser querido, queda la posibilidad de manejar la forma en que las pensamos o procesamos, dicen los estoicos. ¿Cómo es eso?
–Podemos tomar diversas decisiones sobre aquello que nos ha acontecido. Nuestra actitud frente a una desgracia varía según cómo la miremos. Vuelvo a la imagen del árbol. Hablo justamente de estoicismo de altura por esta metáfora arbórea. Para encontrar alivio, los estoicos hablaban de ir a lo alto, de tomar distancia, para advertir que somos un punto en la inmensidad, que todo es efímero, que todo pasa. Tal vez eso nos ayude a dimensionar mejor lo que tanto nos preocupa o duele y el sufrimiento cobre otra dimensión. No digo que lo suprima, porque los golpes de la vida son una realidad, pero un cambio de perspectiva puede traer alivio.
–La metáfora del árbol es muy rica. Has escrito que el dolor es una raíz que puede florecer como un árbol. La guerra de Troya real fue terrible, escribiste, pero la Ilíada es bella. Eso es extraordinario.
–La Ilíada es una poesía hecha sobre la sangre derramada. La obra de Homero, un legado para toda la humanidad, es también una gran lección sobre el amor, sobre la espera, sobre la aventura, sobre la navegación de la vida o la vida como navegación, como odisea.
–¿Y por qué huimos permanentemente del dolor y de la idea de la muerte?
–Tendemos a un divertimento perpetuo o a distraernos con diversas ocupaciones, aunque a veces uno se ve obligado a sobreocuparse por razones económicas. Yo creo que en este punto hay una pregunta crucial, que vale para cada uno: ¿de qué estoy huyendo? ¿De qué estamos huyendo? Si uno encuentra esa respuesta, tal vez deja de vivenciar la vida como una huida perpetua hacia el exterior, o hacia el vértigo, o hacia algún tipo de fanatismo. De algo huimos todos, y esa pregunta puede ayudarte a encontrar la raíz de tus miedos.
–¿Eso ayudaría a bajar los niveles de angustia con los que hoy se vive?
–Puede ayudar a no convertir la angustia en algo que no la resuelve pero simula resolverla. A veces es la celebridad, el narcisismo o el exhibicionismo. O el éxito. Borges decía que el éxito o el fracaso son dos impostores. Se trataría de preguntar, de preguntarnos, tratando de no desesperar solamente en la pregunta. Si no, quedás esclavo.
–Narrás una visita a la tumba de Borges en Ginebra. Y decís que quizá está enterrado lejos del país por la contradicción que hay entre su modo de ver la vida y los vicios argentinos. ¿Cómo es eso?
–Borges era justamente un cuestionador, se hacía preguntas. Y el hecho de que yazca en un lugar tan distante quizás encierra algún tipo de mensaje ¿no? Ese país en el que pasó su niñez es, en muchas cosas, antagónico al nuestro.
–En términos de civilidad, casi la contracara.
–Totalmente. Y en esa contracara, en esa otra cara, hay algo que escuchar. Desde su tumba, digamos, Borges sigue hablándonos. Para mí es el mayor filósofo que dio el país. En sus ficciones aborda las preguntas fundamentales de la filosofía, como el tiempo, la traición o la muerte con una lucidez extrema. ¿Qué Dios detrás de Dios mueve las piezas? Es una pregunta filosófica.
–Borges escribe desde la perplejidad. No ofrece conclusiones, sino que abre y abre. ¿Es la actitud con la que encaraste la escritura de tu libro?
–Bueno, salvando las infinitas distancias. Una perplejidad frente a todo, que es también una actitud de admiración frente a todo. La posibilidad de deslumbrarte por cosas cotidianas. Una flor a veces es un mundo. Algo mínimo que de pronto tiene máxima elocuencia y gran belleza. Es etérea, es efímera. Es una flor, a fin de cuentas, sus pétalos volarán en el viento pronto, pero ahí está la belleza de lo efímero. Rilke decía que la belleza es solo de lo terrible el comienzo, porque todo lo que existe y es bello de algún modo se pudrirá, pero yo invierto esa frase y digo que lo terrible también es de lo bello el comienzo. Y doy el ejemplo de la Ilíada. Creo en una búsqueda libre de la belleza en lo que nos circunda, como una forma de gratitud por esta odisea de la vida, que ofrece siempre y en todo lugar algún gesto de nobleza.
–¿La pandemia de algún modo nos ayudó a reconciliarmos con la idea de nuestra finitud?
–Entiendo que sí. Uno de los motores que gatilla la filosofía es la pesadilla y la pandemia lo fue, literalmente. De un murciélago surge algo invisible que puede liquidar a la humanidad entera, y la pesadilla obliga a pensar e incluso moviliza a la ciencia. El estoicismo no llama a la pasividad, sino que se plantea, ¿qué hago frente a esto que es realmente una pesadilla?
–La pandemia impuso una pausa que abrió la posibilidad de pensar, incluso en nuestra finitud. Pero el efecto duró poco.
–Sí, porque la fuerza de la actualidad es arrasadora, sobre todo en nuestro país, en el que la realidad es apabullante. Entonces la pesadilla se olvida, pero algo anida y creo que eso continúa punzando.
–Abordás el tema de la muerte también desde un punto de vista personal, al escribir sobre la muerte de tu pareja.
–Ocurrió en postrimerías de la pandemia. Te imaginás lo que eso implicó personalmente. Pero en esa reflexión sobre la muerte también está la potencia de la vida. Cuento una escena muy cruda. Tras el entierro fui a comer a un restaurante, rodeado de mis afectos más cercanos. Uno siguió viviendo, digamos. Uno se muere un poco con la muerte de alguien tan querido, pero igual tiene hambre. Esa una ambivalencia tremenda, culposa. Sin embargo, sin exonerar el dolor, la vida continúa.
–Contás en el libro que los judíos entonaban una suerte de canto a la esperanza antes de entrar a las cámaras de gas nazis. Otra afirmación de la vida.
–Es algo muy impresionante. Iban a la muerte cantando el Hatikva, un himno que dice “aún conservamos la esperanza”. Es la fuerza de la propia vida, un mensaje profundísimo. Y el grado máximo del estoicismo.
–La vida de un país, como la de una persona, es una odisea ¿En qué etapa de la odisea crees que está hoy la Argentina?
–Estamos luchando contra diversos monstruos, que a veces son cantos de sirena. Ulises se ata al mástil y no sucumbe a ellos. La Argentina ha tenido un bajo umbral de tolerancia a la verdad y las sirenas cantan lo que no son, es un cántico seductor. Por eso es necesario desvelar lo que hay detrás. En la odisea del país hay procesos de desenamoramiento, pero debemos cuidarnos de enamoramientos raudos que no llevan a buen puerto. Al puerto nos llevan la fuerza personal de cada uno y el trabajo conjunto.
–La vida es un viaje con sus marchas y contramarchas.
–Eso es lo que somos, viajeros en el tiempo, ínfimos y a la vez infinitos, porque ¿dónde termina la interioridad? ¿Dónde termina el amor a un hijo? Hay una infinitud ahí, y eso es muy profundo. Hay algo ilimitado en nosotros mismos.