Tan elogioso de los 90 que solía decir en la campaña electoral que Domingo Cavallo había sido “el mejor ministro de Economía de toda la historia argentina”, Javier Milei tiene, sin embargo, una crítica para hacerle a aquel gobierno de Menem. La ha planteado varias veces, también en la campaña, delante de empresarios: cree que el error de aquella administración fue haber hecho la apertura económica antes de bajar impuestos, y no al revés. Es exactamente lo que pidió la Unión Industrial Argentina y que desencadenó el desencuentro con los industriales para la conferencia a la que, pese a haber estado invitado, no fue.
Milei no cambió. Ni él ni su entorno. En realidad, esa es una idea bastante extendida entre economistas que lo acompañaron hasta su llegada al poder. Hace un año, por ejemplo, Darío Epstein, uno de sus asesores de entonces, exponía en un acto por el Día de la Industria e instó a los anfitriones a competir en una economía abierta, pero tampoco quiso espantarlos con el argumento: “Para los que están intranquilos porque creemos en una economía abierta, les digo: en la situación actual, si los mandamos a competir, de 400.000 pymes quedarían la mitad en el camino. No vamos a abrir en una situación de desventaja. Vamos a sacar todas las inconsistencias y, en un par de años, cuando haya menos inflación y tasas razonables, seguridad jurídica y una nueva ley laboral, habrá una apertura importante y ahí van a tener que competir. Algunas empresas y sectores no tendrán la fortaleza y otros como la agroindustria no tendrán ningún inconveniente”.
El Gobierno es consciente de que una economía como la que viene dejará a varios fuera de juego. La inflación siempre disimula inconsistencias: los empresarios se acostumbran a competir no por volumen o por calidad, sino por precios, siempre agregándole un margen a valores que los consumidores no terminan de registrar.
Un ejecutivo que ocupaba en 2002 el máximo puesto de una fabricante de gaseosas suele decir que aquel año, durante la administración de Eduardo Duhalde, no era tan fácil trasladar la devaluación a los productos porque los consumidores tenían perfectamente en la cabeza que el valor de un litro era un peso o un dólar, algo que no pasa cuando la inflación se desboca y se pierde la noción de precios.
Cuando vuelve la estabilidad, en cambio, hay que ser mejor que el competidor para ganar. Pero eso se hace más arduo si, a las debilidades propias, el empresario debe agregarle una alta carga tributaria. “Sacame al Estado de encima y yo compito con Asia”, dijo hace tiempo a LA NACION un empresario textil.
Habrá que verlo. Pero no es un pensamiento tan lejano al del Gobierno, que tiene pensada una reforma impositiva muy profunda para los próximos meses: la pretensión es bajar a seis o incluso cuatro los 50 impuestos nacionales que tiene la Argentina. Será uno de los ejes de campaña para las legislativas de 2025 y en la Casa Rosada no descartan anunciarla en la apertura de sesiones ordinarias del año próximo. También podría ser antes.
¿Por qué entonces tanta confrontación con la UIA? “Caraduras. Siempre lo mismo. Siempre les falta algo para competir. Pero cara de piedra para vendernos cosas caras y de mala calidad durante décadas y décadas de miseria espantosa, les sobra. Váyanse a cagar”, posteó el diputado José Luis Espert la semana pasada, después de leer el comunicado en que los industriales pedían lo mismo que siempre pensó Milei: bajar impuestos para después abrir la economía.
La discusión será en todo caso de magnitud: qué nivel de apertura, cuánta baja de impuestos. Lo demás parece más bien marketing de confrontación. Milei incorporó ese método que parece calcado de Kirchner. Y que, hay que decirlo, suele ser eficaz: lo más probable es que, si alguna vez se digna a aceptar una invitación de la UIA, lo reciban con aplausos.
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