Por cantidad y variedad de espectáculos, no podría decirse que 2024 no fue fructífero para la danza: Buenos Aires tiene una cartelera que se nutre de las producciones de las compañías oficiales y de los proyectos privados, así como una escena independiente que disemina sus propuestas en decenas de salas de casi todos los barrios. Sin embargo, la ausencia de estrellas internacionales sumada a una marcada limitación de reponer obras ya vistas (fueron pocos los estrenos, en una temporada signada por la austeridad) repercutieron a la hora del balance. Resultan, entonces, contados los momentos sobresalientes del año, esos que superan la media, es decir, cuando lo que pasa sobre el escenario trasciende la bendita vara de la corrección y enciende una emoción (admiración, sorpresa, conmoción), algo fuera de lo común. Lo verdaderamente bueno es que hay una escena de la danza inquieta, con mucho talento que se renueva y que sabe sobreponerse de las crisis (económicas, institucionales y creativas). También de esta.
En su tercera y última temporada con Mario Galizzi en la dirección, el Ballet del Colón presentó cinco programas desde la apertura de temporada con Carmina Burana, de Mauricio Wainrot, con los tres cuerpos estables (del coreógrafo, en su gran regreso a la actividad después de algunos años difíciles para su salud, se vería también el único título del Ballet Contemporáneo del San Martín en la sala Martín Coronado: La tempestad). No hubo figuras internacionales invitadas en escena a excepción del regreso de la gran estrella argentina del Royal Ballet de Londres, Marianela Núñez, que vino a bailar La Bella Durmiente del bosque: una rotunda confirmación de su excepcionalidad artística, en todo sentido. El repertorio clásico se completó, además, con Giselle y La bayadera, títulos en los que continuaron alternándose los primeros bailarines de la casa (Juan Pablo Ledo, Federico Fernández, Gerardo Wyss; Camila Bocca, Ayelén Sánchez, cada vez más Rocío Agüero y Beatriz Boos en sus primeros roles como principal). En un sostenido desempeño se puede destacar la labor de algunos solistas como Jiva Velázquez (Oro en las Bodas de Aurora, Ídolo de oro, Pas de Paysan), Emanuel Abruzzo (como el Fakir y un inefable Hilarión) y el debut de Victoria Wolf como Mirtha (personaje que le calza al dedillo a Paula Cassano), quien este mes tuvo su “primera vez” en un protagónico con La Bayadera. Fue un buen año también para Stephanie Kessel: le encomendaron variaciones solistas en casi todos los títulos (hizo el hermoso Adagietto de Oscar Araiz con Matías Santos, fue la Serenade de Suite en blanc, bailó el Pas de Paysan en Giselle, y un Hada en Bella). Pero nada mereció mayores aplausos que la magnífica tarea que todo el Estable encaró de la mano del coreógrafo israelí Shahar Binyamini, autor de los mejores quince minutos de danza que se vieron en todo el año. Fue su versión del Bolero de Ravel, en el marco del Programa mixto de cada invierno, la que no solo le dio al público un rapto de fascinación inusual, sino que infundió estímulo en los propios bailarines del elenco por lo que implica el montaje de una pieza nueva, con un lenguaje desafiante y posibilidades de expresión por fuera del repertorio habitual.
Es una curiosidad para mencionar que haya habido tres boleros en diferentes momentos de este año: además del Colón, estuvieron el del proyecto Yo bailo, de Damián Malvacio, para un grupo de mujeres mayores en el cine teatro El Plata de Mataderos, y aquel que Ana María Stekelman creó hace veinte años y forma parte del repertorio del Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín, que lo interpretó hasta hace pocas semanas en el Alvear (ambas salas del Complejo Teatral de Buenos Aires).
A propósito de la compañía del San Martín, no se entiende cómo un elenco con este nivel y su trayectoria no tiene mayor protagonismo en la cartelera porteña, empezando por su residencia a esta altura casi testimonial en su propia sala, la Martín Coronado, que este año pisó apenas en un espectáculo. La temporada abrió en abril con un programa compartido entre nuevas obras de dos creadores locales (de Teresa Duggan y Nicolás Berrueta, una revelación coreográfica), en el Teatro Regio. A mitad de año, entonces sí en el San Martín, llegó La tempestad, de Wainrot, un Shakespeare remozado con nuevos toques que hace recordar por qué es esta una de esas obra que se convierten en estandartes para una compañía. No se hizo, como estaba previsto, el regreso de Folia, que el elenco que dirigen Andrea Chinetti y Diego Poblete ensayó para una saga de funciones -quedaría para 2025, incluso, con una gira internacional- ni tampoco participó el Ballet Contemporáneo en el FIBA, festival internacional de artes escénicas de Buenos Aires. Para cerrar el año, en la vereda de enfrente (la del Alvear), la compañía se despachó con un mes de funciones para un tríptico de repertorio (Entre Piazzolla y Ravel, que llevarán a Bogotá en enero) y dejó claramente latiendo la pregunta del comienzo de este párrafo. En un sentido, fue un hecho virtuoso: Stekelman, Itelman, Wainrot son una escudería que habla de la historia, de los cimientos de la compañía y -aun cuando se programen sus títulos recurrentemente-, la calidad de su trabajo sigue brillando en los cuerpos de los bailarines que son el presente. En la actitud del malambo de Boris Pereyra, en la calidad con la que Antonella Zanutto se hace presente aun camuflada bajo el ala de un sombrero, en una infrecuente pareja (Damián Sabán y Manuela Suárez Poch) que, de pronto, prende una chispa en la audiencia, en los nuevos talentos (como Vicente Manzoni y Benjamín Lameiro) se confirman que hay mucho más.
Sin una temporada preanunciada ni un teatro propio o de residencia cuesta un poco más seguirles el tren a la Compañía Nacional de Danza Contemporánea y el Ballet Folklórico Nacional, dependientes los dos últimos de la secretaría de Cultura -que ahora reporta directamente a la Presidencia-. Sin embargo, estuvieron activas e inquietas alternando sus actuaciones entre el teatro de la Sociedad Hebraica y el Cervantes. Ambas fueron reconocidas con los premios Arte y Cultura, la primera como elenco y la segunda en la elección de Rodrigo Colomba como figura de este año por su trayectoria.
Justamente en el teatro de la avenida Córdoba, pero en la sala Luisa Vehil, se presentó varios meses uno de los mejores espectáculos de danza del año. Margarita Bali consolidó su trayectoria en una obra a la que le puso el cuerpo, un unipersonal revisionista que debería hacer dudar de mucho de lo que livianamente hoy se cree que es “nuevo”. No es solo la admiración por haber traspasado los 80 años con esa entereza que la deja seguir bailando, así, lo que hace del Juego del tiempo una obra fascinante, sino la cabeza de esta mujer que no ha dejado de crear, investigar, indagar y ampliar los territorios de la danza contemporánea. Coreógrafa, intérprete y videasta, Bali es una artista del tiempo y espacio, del cuerpo, el cosmos y el fondo del mar. Del infinito y más allá.
A propósito de grandes de la danza argentina, es insoslayable un párrafo a Oscar Araiz, que además de remontar en el Colón su Adagietto de Mahler, puso para el Ballet del Teatro Argentino de La Plata Cuatro tiempos, en agosto.
De las galas de ballet “de siempre”, no faltó ninguna: la del Consejo Argentino de la Danza, la de la Fundación Konex para rematar el tradicional festival de música clásica (este año dedicada a Bizet), la benéfica Danzar por la paz. Pero la gran novedad en este rubro fue Repatriados, una tromba de energía, vitalidad y talento que hizo coincidir en el CCK (justo antes de pasar a llamarse Palacio Libertad) a una cantidad de jóvenes bailarines que desarrollan su carrera en diferentes ciudades del mundo.
También tuvieron continuidad los proyectos de los bailarines del Colón fuera del Colón: las galas del Buenos Aires Ballet de Federico Fernández, con sus giras por el interior del país, además de sus espectáculos en el Teatro Avenida; los espectáculos de la Compañía Federal de Juan Pablo, también en la sala de la Avenida de Mayo, y espectáculo de Matías Santos con un grupo de bailarinas del Estable y la voz de La Charo, Sumaj Pachamama, que remixa folklore y ballet, con funciones mensuales en la Fundación Beethoven.
Es para destacar Posguerra, de Melisa Zulberti, que se convirtió en la primera obra argentina seleccionada y coproducida por la Bienal de Danza Contemporánea de Venecia, que más tarde se vio en un puñado de funciones en el marco del FIBA, en la sala Villa Villa del Centro Cultural Recoleta. Una obra a mitad de camino entre el futurismo y la distopía, de gran impacto visual, que fusiona artes escénicas, audiovisuales, tecnología, música original y objetos. Merece una temporada.
Sin mermar en su carácter prolífero, la escena independiente diseminó sus propuestas en salas de toda la ciudad, de Chacarita a Villa Crespo, de Palermo a La Boca, de Parque Patricios al Microcentro. Inabarcable, por solo mencionar tres propuestas originales que valdría la pena volver a ver: Alicia al socavón, de Carlos Trunsky, en el El grito; Veneno, de Juan Onofri en la terraza de la Fundación Andreani; y Superfundo, de Carlos Casella, Diego Vainer y Gonzalo Córdova, en Arthaus.
1. Bolero, de Shahar Binyamini, por el Ballet Estable del Teatro Colón (BETC), en el marco del Programa Mixto
2. Juego del tiempo, de Margarita Bali y Gerardo Litvak, por Bali, en el Teatro Cervantes
3. La Bella Durmiente del Bosque, con Marianela Núñez y el BETC, en el Teatro Colón
4. La tempestad, de Mauricio Wainrot, por el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín, en el TGSM
5. Posguerra, de Melisa Zulberti, en FIBA, Centro Cultural Recoleta
* Según los votos de Constanza Bertolini, Alejandro Cruz y Néstor Tirri
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