sábado, 18 enero, 2025
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Mundos íntimos. Siempre vi mal. Mis ojos, irritadísimos. Pero fui a más, estudié cine y foto: yo tenía una historia para contar.

Chicata, corta de vista, miope, ciega. Bueno, tanto no, pero casi. Cuando era chica, sufría de alergias oculares. Amanecía con los párpados pegados entre sí y necesitaba humedecerlos para poder abrirlos y ver. Era incómodo, doloroso y nada de lo que pudiese sentirme orgullosa. La peor parte se desarrollaba durante el día. Si era primavera o había un gato paseando cerca, si había algo de polvo o un poco de humedad, si había alfombras o plátanos de sombra cerca, los ojos se me ponían como tomates. Pero no tomates redonditos de esos de los dibujitos. Eran tomates rojos, de piel arrugada y contextura blanda, de esos que al tocarlos pierden todo su líquido y parecen deshacerse en las manos. Tomates de salsa, de salsa picante.


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¡Cómo picaban! Me era imposible no refregarlos. Los alergistas me recetaban vacunas, los oftalmólogos gotas, los homeópatas globulitos. Ninguno sabía con exactitud cómo tratarlo. Lo que funcionaba en un principio, con el tiempo dejaba de tener efecto.

Pasaba largas estadías a oscuras, acostada en mi cama, aplicándome hielo o compresas de algodón embebidas en té de manzanilla. Cuando me aburría de estar en mi habitación, me pasaba a la de mis papás. Ellos tenían tele, una videocasetera y carnet de socio en el mejor videoclub del barrio: Candilejas. Lo recuerdo enorme, repleto de películas que nunca había visto ni sabía que existían. Era el paraíso.


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Cámara y acción

Todos mis amigos salían de la escuela y querían ir al kiosco a comprar golosinas, yo quería ir a alquilar películas. Poco a poco, me vi todas las infantiles de los estantes y algunas para más grandes también. Esas historias eran mi escape y mi refugio. Mientras estaba sumergida en ellas, no existían los ojos tomate ni su salsa picante. Con la lectura me pasaba lo mismo. Me sumergía en las Mafaldas que mi papá me conseguía en el centro, en los libros de la colección Robin Hood que heredaba de mi madrina, en los Sherlocks que encontraba en la biblioteca de casa, y navegaba hacia una realidad más fácil de manejar.

Ana Sol Arce, de niña. Una sonrisa hermosa que hacía olvidar otros problemas.

Me gustaban los libros largos, llenos de hojas, los libros que leerlos llevaba días, con suerte semanas, los libros que eran como amigos que se quedaban a pasar unos días en casa. Pero también me gustaban los libros frescos, los que tenían muchos diálogos e ilustraciones, como los amigos que vienen, cuentan un par de chistes y se van. Si era un libro epistolar, simplemente no podía resistirme. «Papaíto piernas largas» era mi favorito.

Puede que ahora, el hecho de que me permitieran pasar tantas horas forzando la vista frente a una pantalla o un libro, suene algo contradictorio. Pero en esa época, nadie sabía cuál era el verdadero daño que eso podía ocasionarme y para cuando fue considerado un factor de riesgo, ya era demasiado tarde: mi agudeza visual había disminuido y si me sentaba a más de medio metro del televisor, no alcanzaba a leer los subtítulos, ni a identificar los actores de rasgos similares.

Juventud. Los ojos de Ana Sol Arce siempre protegidos para evitar males mayores.

De todas formas, eso no sucedió hasta después de haber terminado el secundario y empezado a estudiar cine. Porque, qué otra cosa podía hacer yo si no era aprender a contar historias. Y como el deseo se construye alrededor de los que nos falta, claramente iba a ser de la mano del cine. Quería dirigir películas o escribir guiones. No estaba segura de sí una cosa podía ser sin la otra, pero lo descubriría en el proceso.

El proceso no resultó como había imaginado. A los pocos meses de empezar a estudiar me encontré sosteniendo los apuntes de teoría de la luz junto a mi nariz. Las letras se disolvían en el papel o se ponían a bailar y yo parecía que nunca llegaba a atraparlas. La silla frente al televisor desapareció. Tenía que sentarme de piernas cruzadas en el piso para permitirle al resto de la familia ver.

Pensé que la solución vendría de la mano de unos anteojos de vidrios gruesos y marcos anchos y que mi mayor problema sería escuchar en mis espaldas que me llamaran cuatro ojos. Hubiese preferido que fuese así pero la verdad estaba muy lejos de eso. Después de más de veinte estudios y un par de inyecciones de Decadron en los párpados que llevaron meses de ir al consultorio todas las semanas, el oftalmólogo me diagnosticó queratocono avanzado en ambos ojos. El único tratamiento posible era el trasplante de córnea.

Hui. Quería alejarme de esa historia lo más rápido posible. Si ya me resultaba difícil estudiar arte en la Argentina del corralito, cómo iba a conseguir filmar alguna vez algo. Entre en crisis. Abandoné la carrera, intenté mudarme a una ciudad con un clima más seco (en esa época vivía en Buenos Aires), busqué otras cosas a las que dedicarme. Fracasé. No podía dejar de ver películas, ni de leer, ni escribir. Comencé a desarrollar una atracción profunda por Borges y Joyce, por obvias razones. Me identifique con el personaje de Woody Allen en su película Hollywood Ending (2002): un director de cine que se queda ciego en medio de una filmación. Monet se volvió mi pintor favorito. Tom Yorke, Jarvis Cocker, David Bowie y hasta Bono me resultaban de lo más interesante.

Pero eran todos hombres. ¿Dónde estaban las mujeres? ¿Tan difícil era ser artista y mujer que sumarle una dificultad visual era sinónimo de exclusión? Cambié de oftalmólogo. Volví a estudiar. Me sometí a interminables pruebas con los mejores contactólogos del país para poder encontrar un lente que se adaptara a la deformación de mis córneas. Agudicé mis oídos. Mejoré mi comprensión del inglés para no necesitar leer subtítulos. Cuando un profesor me pedía que controlara la composición del plano por cámara, me surtía de una buena dosis de lógica e imaginación. Y fui avanzando.

Me recibí de Realizadora Integral de Cine y Televisión en el CIC en 2005. Trabajé como guionista para una serie de documentales y hasta hice de asistente en la edición de los mismos corrigiendo los niveles de iluminación en la fotografía principal y buscando el mejor momento para hacer una transición entre imágenes.

A pesar de los ocasionales ojos tomate y los distintos esfuerzos por ver, ninguna de las personas cercanas a mí se daba cuenta de lo que realmente me pasaba y en parte, yo prefería que fuera así. No quería preocupar a nadie y tampoco quería que me consideraran una discapacitada o me tuvieran lastima. Un ojo que ve mal no es tan fácil de inferir como un brazo quebrado o una pierna ausente.

Con el uso y el tiempo, los lentes de contacto comenzaron a lastimarme y la cirugía se volvió inevitable. La primera de las cinco intervenciones que me hicieron fue un injerto de córnea en el ojo derecho. A modo de celebración, fuimos a cenar con mi familia a un restaurante en la ciudad. Las luces de los negocios y la calle se asemejaban a las luminarias de Times Square en año nuevo.

Los rojos, los azules, los verdes, los amarillos, todos vibraban con intensidad y me tenían hipnotizada. Era como estar dentro de una película de Baz Luhrmann o un cuadro de Van Gogh donde los colores parecen estar en su nivel máximo de saturación. Fue en ese momento exacto que tome perspectiva real de lo distinta que podía ser mi percepción visual. La ciudad furiosa en la que vivía, dejó de resultarme un lugar gris, triste y despojado de belleza. Ahora, estaba lleno de color y oportunidades.

Duró poco. Mi cerebro no podía compensar la diferencia de visión que tenía entre el ojo operado y el no operado y este último se desvió. En principio, era algo estético y no me impedía seguir con mí día a día. Pero de un momento a otro, donde había un auto yo veía dos o ninguno, donde había un árbol o una persona, podía verlos como no, podía ser uno como dos.

Para que mis amigos y familiares no permanecieran ofendidos conmigo, debía explicarles que, si no los había saludado al cruzarnos en la calle, era porque no los había visto y no porque había dejado de ser simpática con ellos. La vista se me había desdoblado. No tenía control. No podía confiar en la imagen que me daban mis ojos y no había imaginación ni lente ni nada que estuviese a mi alcance que supliera o compensara la falla. Igual seguí haciendo, más lento, más esporádico, más solitaria.

En el plazo de dos años, me operaron de estrabismo y me hicieron un injerto de córnea en el ojo izquierdo. Estrené mi nueva vista trabajando como fotógrafa. Sentía la necesidad de demostrarme a mí misma que podía construir una imagen completa tanto en mis ojos como en la cámara. Algunas de las fotografías que hice en esa época eran desechables y otras me era necesario enmarcar y tener cerca.

Descubrí que eso estaba intrínsecamente relacionado con lo que la imagen conseguía decirme más allá del buen uso de la técnica. Contar historias se volvió de vital importancia para mí. Fuera con palabras, con imágenes fijas o en movimiento, todo era válido y lo sigue siendo al día de hoy. Porque no son solo las historias que leemos o vemos las que nos constituyen, sino también, y quizás más aún, las que contamos y nos contamos a nosotros mismos. Tenía razones suficientes como para bajar los brazos y abandonar la carrera. Podía haberme recluido en la soledad de mi cuarto a maldecir mi suerte y nadie me hubiese juzgado. En cambio, elegí contarme una historia distinta, una historia en la que mis capacidades visuales no eran sinónimo de mis límites personales, una historia que no se trataba de no poder ver, sino de un ver diferente.

Hoy busco fotos de chica con los ojos tomate y no encuentro (tampoco recuerdo querer que me saquen fotos con los ojos así, ¿quién querría?). Hoy saco las fotos yo. Hoy filmo, escribo, cuento historias. Hoy uso anteojos para cuidar la vista cuando necesito forzarla por largas horas. Hoy entiendo que esa diferencia en mi capacidad visual, en lugar de restarme, me sumaba mundos.

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