El 30 de enero de 1933, Adolf Hitler fue nombrado canciller de la República de Weimar, marcando el inicio de uno de los procesos más rápidos y dramáticamente efectivos de desmantelamiento de una democracia en la historia moderna. En menos de dos meses, el régimen nazi transformó un sistema constitucional en una dictadura, utilizando los mismos mecanismos legales diseñados para proteger el sistema democrático.
En un extenso artículo para The Atlantic, el historiador Timothy W. Ryback explica cómo este proceso, lejos de ser inevitable, revela las vulnerabilidades de un sistema político incapaz de contener a quienes buscan su destrucción desde dentro.
La República de Weimar, establecida tras la Primera Guerra Mundial, enfrentaba una serie de debilidades estructurales. Su constitución, con 181 artículos, regía sobre 18 estados federados, pero la fragmentación política y la incapacidad para formar coaliciones estables la hicieron vulnerable a las maniobras de un líder decidido a aprovechar sus fallos.
Adolf Hitler, líder del Partido Nacional Socialista (NSDAP), ya había intentado tomar el poder por la fuerza en 1923 con el fallido golpe de Múnich, el Putsch de la Cervecería.
Posteriormente, adoptó una estrategia diferente: destruir el sistema desde dentro. En 1930, ante la Corte Constitucional, juró respetar la ley mientras planeaba transformar el gobierno según su voluntad una vez en el poder.
Ryback, autor de varios libros sobre la Alemania de Hitler, el más reciente Takeover: Hitler’s Final Rise to Power (La ascensión final de Hitler al poder), afirma que en los años previos a su nombramiento, Hitler se dedicó a desestabilizar el sistema político. Su partido, que en 1930 tenía solo 12 escaños en el Reichstag (sede del parlamento alemán), creció hasta alcanzar 230 escaños en 1932, convirtiéndose en la fuerza más grande, aunque lejos de la mayoría absoluta.
El 30 de enero de 1933, Hitler asumió como canciller. Desde su primer día, comenzó a consolidar su control sobre el gobierno.
Aunque los nazis solo tenían el 37% de los escaños en el Reichstag, Hitler se propuso aprobar una Ley de Habilitación (Ermächtigungsgesetz), que le permitiría gobernar por decreto y eliminar la separación de poderes.
Enfrentó resistencia de los socialdemócratas y comunistas, quienes controlaban el 38% del Reichstag, lo que hacía matemáticamente imposible la mayoría de dos tercios requerida. Sin embargo, Hitler utilizó una combinación de manipulación política, represión y propaganda para alcanzar su objetivo.
El 27 de febrero de 1933, el Reichstag fue incendiado. Aunque las circunstancias del incendio aún son objeto de debate, el régimen nazi culpó inmediatamente a los comunistas, utilizando el evento como pretexto para implementar medidas represivas.
El presidente Paul von Hindenburg, bajo presión de Hitler, firmó el Decreto del Incendio del Reichstag el 28 de febrero.
Este decreto suspendió derechos fundamentales como la libertad de prensa, de expresión y de reunión, y permitió arrestos masivos sin necesidad de juicio.
En las semanas siguientes, miles de comunistas, socialdemócratas y opositores políticos fueron detenidos o forzados al exilio.
El 5 de marzo de 1933, Alemania celebró elecciones en un clima de intimidación y violencia. Los nazis lograron el 44% de los votos, un incremento significativo pero aún insuficiente para una mayoría absoluta. Sin embargo, con los comunistas ilegalizados y sus escaños anulados, Hitler obtuvo el control necesario del Reichstag.
El 23 de marzo de 1933, el Reichstag aprobó la Ley de Habilitación, que otorgó a Hitler poderes dictatoriales.
Este acto, que destruyó formalmente las estructuras democráticas de Weimar, fue posible gracias a la manipulación del sistema político y la intimidación de los diputados presentes.
Con el control total del gobierno, Hitler inició una campaña de represión sistemática. Los opositores políticos fueron arrestados y enviados a campos de concentración como Dachau, establecido en marzo de 1933.
Al mismo tiempo, el régimen comenzó a centralizar el poder en Berlín y a eliminar la autonomía de los estados federados.
Hermann Göring, como ministro del Interior de Prusia, reorganizó la policía estatal y utilizó a los camisas pardas (Sturmabteilung) como una fuerza auxiliar para reprimir cualquier forma de disidencia.
El 21 de marzo de 1933, Hitler utilizó el llamado Día de Potsdam como una herramienta propagandística para ganar el apoyo de las élites conservadoras y proyectar una imagen de unidad nacional.
Vestido de manera sobria, se presentó junto al presidente Hindenburg, quien portaba su uniforme militar, en un evento diseñado para simbolizar la continuidad entre el viejo régimen y el nuevo.
Poco después, Joseph Goebbels fue nombrado ministro de Propaganda, consolidando el control del régimen sobre los medios de comunicación y eliminando cualquier vestigio de prensa libre.
Aunque hoy se percibe el ascenso de Hitler como inevitable, historiadores destacan que varias decisiones clave pudieron haber cambiado el curso de la historia.
La renuencia inicial de Hindenburg a nombrarlo canciller, los errores estratégicos de los partidos de oposición y la falta de cohesión entre los conservadores jugaron un papel crucial en facilitar su camino hacia el poder.
El caso de Hitler es un ejemplo emblemático de cómo un enemigo del sistema democrático puede utilizar sus propios mecanismos legales para destruirlo.
Su ascenso y consolidación del poder en menos de dos meses subrayan la importancia de proteger las instituciones democráticas frente a quienes buscan su desmantelamiento.