jueves, 20 febrero, 2025
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La nueva historia de Marcelo Birmajer: Transparencia

La fiesta de boda entraba en su peor fase: la cena formal. El catering de recepción -los canapés, el bocadito mixto (palmito y ananá), la empanada de copetín- había concluido. El resto de la oferta gastronómica carecía por completo de interés para mí.

Tampoco ayudaba el hecho de que en ese momento del ágape, luego del primer plato de rigor (pechuga desértica), se estilara bailar. Vení, bailá, divertite. Yo me divierto sentado. En realidad, no me divierto de ninguna manera -esto no hace falta aclararlo en una boda-, pero mucho menos bailando.

Era 1992. La gente se casaba. Yo estaba solo. En mi mesa naufragaba un señor, ahora calculo que debía tener 50 años, pero entonces me parecía mucho más viejo. Quizás tenía 60. Los 60 de Sean Connery. Pero se parecía más a Gorbachov que a Connery. Más bien la elegancia y suspicacia en la mirada de Connery, y el aspecto medio de globo de Gorbachov.

Mi compañero de mesa tampoco bailaba: aducía un “esguince”; pero cuando le pregunté qué significaba, me hizo un gesto de desinterés. Poco tiempo atrás se había desintegrado la Unión Soviética, evento anunciado por la caída del Muro de Berlín en 1989.

Quizás porque después de la bandejeada, negándome al pollo seco, yo había bebido más de lo que había comido, solté involuntariamente:

-Gorbachov ya no quería bailar la polka.

No sé por qué dije eso. Todavía hoy no me lo termino de explicar. Pero el hombre recogió el guante y respondió:

-En su boda debe haberla bailado. Pero nunca más. Los hombres con poder no necesitan bailar. De hecho, a mí me gustaría el poder sólo para no bailar.

Había un policial titulado Los hombres duros no bailan.

-Me parezco a Gorbachov de casualidad -dijo el señor- y se presentó:

-Ingeniero Kuzma, mucho gusto.

Yo dije mi nombre y apellido, en vez de mi profesión (que nunca me termina de quedar clara, por otra parte).

-Sin embargo -siguió Kuzma-, tuvo una gran influencia en nuestras vidas. Mi esposa y yo éramos hijos de militantes comunistas; y militantes comunistas ella y yo. Digo militantes comunistas y no comunistas a secas, porque creo que son dos cosas distintas. Era más como una fe que como una ideología, más una familia que una convicción racional. Yo soy ingeniero agrónomo y nunca trabajé en una cooperativa. Siempre para empresas multinacionales, y en algunas otras partes del mundo. Invariablemente exitoso. No me jacto: sólo quiero aclararle que de comunistas nunca tuvimos un pelo, ni mi esposa ni yo. Ella era martillera. Pero sí militantes comunistas, los dos.

Me tomé otro vaso de vino tinto -el de la mesa era blanco, pero yo lo conquistaba de las bandejas circulantes de los mozos-, a modo de asentimiento, para que continuara su historia.

-Llevábamos treinta años de casados cuando Gorbachov lanzó la Perestroika -Kuzma hizo una pausa, y agregó, como en voz baja:- Y la Glasnot.

Bebió su correspondiente vaso de vino blanco y continuó:

-Gorbachov fue para nosotros el verdadero sueño cumplido. Durante treinta años habíamos participado del Partido Comunista despotricando contra todos nuestros líderes: hablábamos pestes de Stalin, nos avergonzábamos de Honecker por disparar contra los civiles que saltaban el Muro, abominábamos de Jaruzelski por reprimir a Lech Walesa, a duras penas sosteníamos a Fidel, no sé….

Pero Gorbachov nos permitió ser militantes comunistas saliendo del closet del comunismo. ¿Qué había de comunista en su política? Libre mercado, libertad de expresión, faltaba poco para la total libertad de circulación. Podríamos haber mantenido la Unión Soviética, llamarnos comunistas, y portarnos igual que la gente normal. Pero nada es perfecto. En mi matrimonio, Elvira y yo mantuvimos una consonancia con la Glasnot. La transparencia que Gorbachov predicaba en la URSS, Elvira y yo la aplicamos a nuestro matrimonio. Ya no queríamos pasar tanto tiempo juntos. Teníamos un pequeño campo con una casa de verano en Azul, yo me pasaba largas temporadas allá. Descubrimos que nuestra respectiva fe comunista nos había mantenido juntos más que las ganas. Cuando Gorbachov nos habilitó la Glasnot, aprovechamos para hacer cada cual su vida. Un día aceptamos que no nos queríamos. Al día siguiente, se desintegró la URSS.

Como un apóstrofe a su declaración, sonó el acorde final de I will Survive. Las parejas regresaban juntas o separadas a sus mesas, para el postre: casata. Una cincuentona macetona y prominente tomó asiento junto al ingeniero Kuzma: transpirada, brillante y sonriente. Para su segunda administración el ex militante comunista había elegido una buena pieza contemporánea.

Por supuesto, no toqué ni un ápice de ese helado bicolor, bandera de un país inexistente e indeseable. Bebí otra copa de vino tinto arrebatada al azar. Sonó Da ya Think I’m Sexy?, como anticipo de la mesa dulce (una redundancia tras la casata). La totalidad de la población de la mesa, exceptuando el ingeniero y yo, se lanzó a bailar.

– Aunque me gustara bailar -confesó el ingeniero-, no podría seguirle el ritmo a Elvira.

Recapitulé su relato, quedé perplejo y pregunté:

-Su segunda… ¿también se llama Elvira?

-No es mi segunda: es Elvira, mi esposa.

-Ah… -intenté callarme sin éxito-. Como me dijo “era martillera”, y que “descubrieron que no se querían”…

Terminaba la canción de Rod Stewart. Kuzman me instruyó, como un erudito en las ciencias del terreno, de experto a neófito:

-Los imperios se desintegran. Las parejas siguen una lógica distinta. La política obedece muy lejanamente ciertas reglas…

Dejó esa idea por la mitad; o tal vez era todo. Pero acotó como si retomara de una conversación anterior:

-Y Fidel, ojalá caiga también.

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