Dicen que en ocasiones la realidad supera a la ficción, pero en otras ficción y realidad se funden de una forma que hacen casi indistinguible una de la otra. Si hay una obra seminal, por muchos motivos, a la que le sucede este fenómeno, esa es El conde de Montecristo. Tanto se ha escrito y se ha dicho sobre la obra de Alejandro Dumas, tanto se ha especulado con teorías más o menos plausibles, que a día de hoy no hay consenso en torno a qué es real dentro de la ambiciosa novela del escritor francés. Hay quien dice que ni siquiera era de Dumas y que este tenía una legión de escritores fantasma a su cargo, pero esa es otra historia.
El conde de Montecristo se publicó originalmente como un serial o folletín en el Journal des débats durante los años 1844 y 1846, en lo que bien se podría considerar como un antecedente de las series que conocemos hoy en día, no solo por su formato sino porque cada tomo terminaba en un cliffhanger para dejar al lector con ganas de más. La historia, que ha obtenido ahora una nueva adaptación cinematográfica que se puede ver en Movistar+, es de sobra conocida: Eduardo Dantés —interpretado en el filme por Pierre Niney— es un joven marinero que regresa a Marsella para reencontrarse con su familia, amigos y amada.
A punto de ser promocionado a capitán y de desposarse con Mercedes, condesa de Morcerf, Dantés recibe una desagradable sorpresa. Es acusado de conspirar contra su propio país para traer de vuelta a Napoleón, y traicionado tanto por su compañero de marina Danglars como por su mejor amigo Fernand. Lo que Dantés no sabe es que tanto Danglars como Fernand tienen motivos para envidiarle, uno por su ascenso y el otro por casarse con su prima, de la que está secretamente enamorado. A ellos dos se suma el procurador del rey, Gérard de Villefort, quien encuentra sus propios motivos para mandar a Dantés a la cárcel. En la novela, Dantés permanece allí durante varios años tramando su venganza, mientras se gana la confianza de un abad que le revela un tesoro oculto. Cuando Dantés escapa de la cárcel y encuentra el tesoro, comienza a ejecutar su diabólico plan sobre aquellos que lo traicionaron de la forma más cruel y maquiavélica posible.
Lo primero que hay que tener en cuenta es que Dumas escribió El conde de Montecristo a través de dos grandes materias primas, ambas del todo reales, aunque una más cercana a él que la otra. Por un lado, estaba el caso de Pierre Picaud, que usaría para la trama, y por otro el de su propio padre, Thomas-Alexandre Dumas, que emplearía para dar forma al protagonista, Eduardo Dantés y posterior Conde de Montecristo. El escritor cambiará algunos hechos significantes, como la ciudad (París en vez de Nimes) y añadiría su particular estructura, pero sin duda fueron dos historias sin las que no se podría entender una de las grandes novelas de aventuras de toda la historia.
Dumas le debió el primer suceso a otro hombre, Jacques Peuchet, un documentalista dentro de la policía francesa que realizó un trabajo de recopilación y archivación y dio con la historia de Pierre Picaud, un zapatero al que le sucedió algo muy similar al Conde de Montecristo. Tal y como recoge Peuchet en sus memorias, Picaud se vio envuelto en una acusación que hizo que pasase más de siete años en prisión, aunque no en las mismas condiciones que el Eduardo Dantés de la novela. Tres hombres conocidos de Picaud le tendieron esta ‘broma’ en forma de trampa: acusarle de ser espía del ejército inglés durante las Guerras Napoleónicas. En 1807, y cuando estaba a punto de casarse con una mujer rica, Picaud fue llevado a la prisión de Fenestrelle, en los Alpes, y encerrado allí durante siete años.
Al contrario que el Conde de Montecristo, a Picaud no le hizo falta escaparse ni estaba en un castillo rodeado de mar como el de la novela, sino que le bastó con cumplir su condena. No obstante, en los años que pasó allí entabló amistad con un clérigo de buena familia llamado Torri, que a su vez serviría de inspiración para el Abate Faria de Dumas. Sea como fuere, Torri educó a Picaud y le legó buena parte de su fortuna para que rehiciese su vida cuando saliese de Fenestrelle, fortuna con la que tramaría una venganza igual o casi más perversa que Dantés.
Al regresar a Nimes, Picaud descubrió que su prometida se había casado con uno de esos amigos que lo habían incriminado, y que ahora tenía una hija y su propio negocio. Haciendo uso de métodos muy similares a los de la novela en cuanto a disfraces y usurpación de identidad, Picaud se ganó la confianza de este hombre, sedujo a su hija y se las arregló para arruinarle antes de asesinarlo. Con los otros dos hombres que habían participado en su detención tuvo algo más de piedad, ya que solo se limitó a asesinarlos envenenándoles la bebida y la comida. Sin embargo, con lo que no contó Picaud es con un cuarto hombre que, si bien no le había acusado, estaba al tanto de todo y, temiendo también por su vida, se adelantó y asesinó a Picaud en 1826. El final de la historia es aún más poético si cabe que el de la novela de Dumas, puesto que el hombre consumó su venganza, pero fue asesinado como consecuencia de la misma, y precisamente por el hombre del que no tenía pensado vengarse.
Pero esa no fue la única inspiración de Dumas para El conde de Montecristo, ya que tenía una mucho más cercana que le ayudaría a moldear el personaje: su mismísimo padre. Aunque este murió cuando Alejandro apenas tenía 3 años y siete meses, su historia fue sin duda un gran hilo del que tirar para dar aspecto y personalidad al que se convertiría en uno de sus grandes personajes. Thomas-Alexandre Dumas no había nacido en Nimes ni en París, sino en Guinaudée, la plantación de su padre situada en la punta occidental de la isla de Santo Domingo, en la parte de la actual Haití.
El padre de Alejandro Dumas había nacido fruto de una relación ilegítima entre el marqués Alexandre–Antoine Davy de la Pailleterie, destinado allí como general de artillería, y una de sus esclavas negras, Marie-Cesette Dumas. La razón de que Thomas-Alexandre adoptase el apellido de su madre tiene mucho que ver con la complicada relación que tuvo con su padre, quien le vendió como esclavo junto a sus hermanos para volver a Francia a reclamar una fortuna como herencia, ya que estaba arruinado. Thomas-Alexandre fue recomprado por su padre, pero la relación ya nunca sería la misma. Tras ingresar en el ejército después de haberse formado como ducho esgrimista en Alex en Versalles, ambos cortaron lazos y adoptó su apellido materno, reconociendo así también su identidad como mestizo, algo que marcaría para siempre su carrera.
No así a ojos de Napoleón, junto al que hizo carrera durante la Revolución Francesa y del que se ganó la confianza, aunque también cierta rivalidad. Su valiente actuación en la campaña por Italia le valdría el reconocimiento del por entonces general y posterior emperador, quien decidió recompensarlo con honores y llevárselo consigo a su siguiente campaña por Egipto y Siria. Apodado el ‘Diablo Negro’ por las tropas austrohúngaras que lo habían sufrido en sus carnes, Dumas comenzó a cuestionar la autoridad de Napoleón, quien lo hizo volver a Francia desde Alejandría. En su travesía por el mar, Dumas fue interceptado por los napolitanos, quienes lo apresaron y lo encerraron cerca de Tarento.
Allí pudo perecer por los malos tratos y las enfermedades que contrajo, pero su inquebrantable fuerza lo llevaron a aguantar hasta que finalmente la insistencia de su esposa hizo que las autoridades francesas lo rescatasen. Para entonces su estado de salud había deteriorado gravemente, y es lo que hizo que quedase en gran medida apartado dentro del ejército, a pesar de haber sido en otros tiempos uno de sus hombres más valiosos. No se cobró una gran venganza, sino que pasó sus últimos días en su casa en Villers-Cotterêts junto a su esposa y a su hijo Alejandro Dumas, quien sin duda tomó como referencia su heroica historia de lucha y cautiverio para dar vida al Conde de Montecristo.