En la ciencia también hay modas. De pronto, ciertos conceptos se ponen en tendencia y se los ve a los tertulianos, sincronizados, hablando de lo mismo. La última moda es explicar todo desde las emociones.
Los mismos analistas que hace dos minutos hablaban del “relato”, y después culpaban de todos los males a la “desinformación”, ahora dicen que son las “emociones”. Ese mismo charlista mañana saltará de pantalla en pantalla hablando de inteligencia artificial.
Sin embargo, el peso de las emociones en nuestra vida lleva varias décadas de estudios y evidencias. Y no es que ahora predominan emociones y antes no. Lo que ocurrió es que durante muchos siglos se impuso la idea del ser racional. Más o menos desde que René Descartes, en 1637, dijo que existíamos porque pensábamos.
«Los mismos analistas que hace dos minutos hablaban del “relato”, y después culpaban de todos los males a la “desinformación”, ahora dicen que son las “emociones”. Ese mismo charlista mañana saltará de pantalla en pantalla hablando de inteligencia artificial»
Hacia fines del siglo pasado, las evidencias de la psicología comportamental y la neurobiología ratificaron lo que Darwin había descubierto en el siglo XIX. Y es que somos seres vivos, con una fisiología que compartimos con las amebas y con reacciones que nos asemejan a las alimañas.
No hay mejor ejemplo del estado salvaje que un ser vivo asistiendo a la final de la Copa América (o de la Eurocopa, porque en la emocionalidad somos más iguales de lo que admite la geografía política).
A la evidencia científica se suman ahora las redes sociales, escaparate humano que exhibe con orgullo gritos desaforados por un penal mal cobrado o un éxtasis desmedido por un gol que iguala el marcador.
Similares festejos agónicos o los llantos desconsolados también acompañaban las noticias del atentado a Donald Trump. Lo que viene a mostrar que la pasión polarizada, que tanto preocupa al opinador público, es parte del mecanismo biológico para la subsistencia.
Y aunque los gurúes de ocasión descalifiquen a los votantes emocionales, aceptar la auténtica naturaleza humana es lo mejor que le pasó a la política.
«Las emociones básicas para la neurociencia son alegría, tristeza, asco, ira y miedo, como sabe cualquier criatura que haya visto la primera película de Disney Intensa-mente. Son también los estados más obvios por los que pasaron los hinchas de los equipos que jugaron las finales»
El principal investigador de neurociencias es el portugués António Damásio, que ya en 1994 publicó El error de Descartes, un libro de divulgación sobre las emociones que, a diferencia de los sentimientos, son reacciones involuntarias. Las emociones se expresan en el rubor de la cara, en la voz cuando el miedo la ahoga, en la piel cuando la alegría o el miedo pone los pelos de punta. En cambio, los sentimientos pueden manipularse en nuestros pensamientos, pueden ocultarse o fingirse ante los demás.
Las emociones básicas para la neurociencia son alegría, tristeza, asco, ira y miedo, como sabe cualquier criatura que haya visto la primera película de Disney Intensa-mente. Son también los estados más obvios por los que pasaron los hinchas de los equipos que jugaron las finales.
Todas son expresiones viscerales, incontenibles. Pero sobre todo saludables. Tanto que de las emociones dependen los reflejos básicos de autopreservación y el sistema inmune.
De ahí que la emocionalidad colectiva que desatan los campeonatos oficie como calmante social. Ya Spinoza, filósofo del siglo XVII, establecía una relación entre la felicidad personal y colectiva, por un lado, y la salvación humana y la estructura del Estado, por otro.
Los políticos les temen a las emociones porque no están preparados para las sinceridades. Prefieren suponer un mundo políticamente correcto, donde la gente no diga lo que piensa sino lo que las campañas obligan a pensar de una manera dizque racional. Diseñan leyes suponiendo que el ser humano es solo una cabeza a formatear con las ideologías del momento.
Pero el mundo entero se regocija cuando llega un momento deportivo en que socialmente es aceptable expresar las pasiones sin disimulo. Ahí conocemos la real naturaleza del ser humano, que se parece más a un barrabrava que a un filósofo.
La autora es analista de medios